Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya aloscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró alcarruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:--¿Quién es? No parece fea.--¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctorArrizabalaga. Llegó ayer, me parece...Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Erauna chica muy joven aún, acaso no más de catorce años, perocompletamente núbil. Tenía, bajo el cabello muy oscuro, un rostro desuprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonioexclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndosehacia las sienes en el cerco de sus negras pestañas. Acaso un pocoseparados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza ode gran terquedad. Pero sus ojos, así, llenaban aquel semblante enflor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos unmomento en los suyos, quedó deslumbrado.--¡Qué encanto!--murmuró, quedando inmóvil con una rodilla sobre alalmohadón del surrey. Un momento después las serpentinas volaban haciala victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puentecolgante de cintas, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando algalante muchacho.
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