jueves, 25 de noviembre de 2010

EL SUEÑO BLANCO.


Hacía ya mucho tiempo que no tenía sueños claros.
Ni siquiera podía recordar cuándo mis visiones oníricas dejaron de ser tranquilas y simples y se convirtieron en algo tan vívido y sentido que me estremecía al despertar y recordar lo soñado.
Podía, sí, marcar un sutil camino. Cada noche, la historia en que me veía envuelto evolucionaba. Así, si despertaba a mitad de algo importante, a la noche siguiente el sueño continuaba allí donde había quedado trunco.
Siempre comenzaba igual, incluso en mi propia inconsciencia, sabía ya cómo iniciaba todo...
Me descubría corriendo en plena noche. El bosque, con sus olores y aromas, luces y sombras, chillidos y gruñidos propios de la hora del reinado de la luna.
La luna, siempre tan perfecta, tan blanca, tan redonda. Una diosa lejana y misteriosa a quién más de un dramaturgo le ha elevado canto. ¡Como para que los animales no la adoren!
En medio de mi carrera entre los árboles, me detenía siempre a observar a la dama blanca de los cielos. Sumido en mi éxtasis, luego de algunos minutos de muda adoración, respiraba profundo y me disponía a cantarle. Con el primer sonido que salía de mi boca, la realidad me golpeaba de lleno.
Mi melodía nada tenía de humana. Un aullido, un fuerte, desgarrador y terrible aullido surgía de mi pecho.

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