Cuando el abuelo se despertó de la siesta fue corriendo, a su ritmo, a la habitación de sus nietos y mientras éstos jugaban absortos delante de la pantalla del ordenador, él iba cogiendo uno a uno los peluches aburridos en las estanterías, los juguetes escondidos, comidos por pelusas debajo de las camas, aquellos que hacinados en cajas sufrían dolores derivados de las posturas más comprometidas, superhéroes sin nadie a quien salvar… y no se olvidó de ninguno. Llenó todo el coche menos el asiento del copiloto y mientras los juguetes se asomaban a los cristales, el abuelo arrancó para perderse por la ciudad. Llevaba todo el año con la misma idea metida en la cabeza, pasada la novedad de los primeros días los niños se olvidan de sus juguetes y se tiran de cabeza al ordenador al que les une unos hilos invisibles, hoy en día sólo juegan a las maquinitas, se decía. Así que dirigió la tartana de otro siglo, repleta de peluches con la guantera hasta arriba de canicas como si se tratara de un cofre, al barrio más pobre de la ciudad donde los niños pobres seguro que apreciarían su botín. Era el día de navidad pero cuando llegó no encontró a nadie por la calle. El barrio estaba compuesto por casas de madera vieja, papeleras quemadas en las esquinas, farolas rotas a pedradas y un frío que vino a refugiarse entre los huesos del anciano una vez se puso el sol. Los muñecos tiritaban. Decidido a cumplir su propósito se entretuvo en dar vueltas con el coche por todo el barrio a poca velocidad como aquellos que buscando aparcamiento miran a todos lados.
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