Viven en la miseria en esa Honduras maltrecha y aún no restablecida de la herida de muerte que le asestara el huracán 'Mitch' hace más de una década. Creen, más por necesidad que por convicción, que el sueño americano es posible (¿por qué no, si otros lo han conseguido?), y se lanzan a la aventura con lo puesto y unas tristes lempiras (moneda local) en su cartera indocumentada. Con el fantasma de los hijos que dejan atrás, la certidumbre de que será un viaje doloroso y humillante y la duda de si morirán en el intento, decenas de miles de hondureños dan cada año el primer paso hacia Guatemala para cruzar México y alcanzar su particular Dorado. Miles de kilómetros desgastan sus zapatos y ensangrientan sus pies. A veces, un camión se apiada y acorta el camino a estos hombres y mujeres, nómadas a la caza de unas condiciones de vida más dignas. Cientos de ellos se suben en marcha a esos trenes de mercancías para atravesar el país azteca y ganar a nado ese Río Bravo que les separa de su sueño. Al cogerlo en marcha, la muerte les acecha y los raíles trituran cuerpos y amputan extremidades. Otros caen presas del hambre, los infortunios y las inclemencias del tiempo. Si llegan a la frontera, también esa meta puede convertirse en un final trágico y morir ahogados o asesinados. Como los 72 emigrantes que el pasado mes de agosto cayeron en manos del cártel de los Zetas, que les robaron, ultrajaron y violaron tras atarles las manos a las espaldas, vendarles los ojos y finalmente fusilarlos. La negativa a trabajar para ellos les costó la vida. Sucedió en el estado fronterizo de Tamaulipas, a medio paso de alcanzar el otro lado. Quienes optar por enfrentarse al duro desierto de Arizona pueden ser pasto de la sed y el hambre. Más muertos sin tumba.
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