En estos días se estimula a reflexionar alrededor de los centenarios aniversarios que nuestro país festeja: su Independencia y su Revolución. Entre estas celebraciones ha faltado hacer microhistoria, no obstante la propuesta de muchos historiadores, seguidores de Don Luis González y González. Microhistoria sería narrar acontecimientos que retrataran la manera como se vivió en Rioverde, un pequeño poblado de la zona inter-serrana del Estado de San Luis Potosí (tambien conocida como zona media), los movimientos independentistas y revolucionarios. ¿Cuánto tardaban en llegar las noticias sobre los resultados de las grandes batallas? ¿dónde quedaron las balas de los carrancistas? ¿es cierto que hubo una “Batalla de las Calaveras” o fue algo que me inventó mi padre para salir al paso de mis insidiosas preguntas? .Foto de la Calle Alcalá Madrid.
Porque eso hacía mi señor padre, Don Alfonso, médico de profesión y agricultor por vocación, inventarle respuestas a su sabihondo hijo, incapaz de demostrarle la menor de las ignorancias. Y así, tenía por un lado la historia según mi padre, torcida pero emocionante, y la historia según la SEP, apegada a aquellos libritos que traían a la Patria como portada. Intuía yo que ambas versiones del pasado estaban distorsionadas y por ello buscaba en otras fuentes, escasas en aquellos días sin medios globalizados de información. ¿Qué quién era Abasolo? Pues un general de la revolución, que al final hubo de traicionar a Emiliano Zapata, inventaba el doctor.
Un día mi padre me llevó a ver a Don Eugenio Verástegui, llamado a ser el cronista e historiador de la ciudad. “Ahora sí, pregunta lo que quieras”, dijo Don Alfonso ya enfrente de ese señor, un anciano de quijotesca estampa, amable y sabio. Me quedé sin habla. Don Eugenio sonrió y mi padre se quejó: “Don Eugenio, este niño se la pasa haciendo preguntas de próceres y mártires de la Patria”. El historiador se rió de buena gana y me sobó la
cabeza. “Qué bueno, doctor, porque ahora los niños ya casi no hacen preguntas, parece que lo saben todo”. ¿Qué le podía preguntar yo a esa eminencia que no hiciera quedar mal a mi señor padre? ¿Preguntarle si era cierto que el Hotel Santander se llamaba así en honor al general Santander, líder villista de Baja California, cuando en realidad era un prócer Colombiano? A falta de más preguntas, me dio un sabio consejo que da pauta a que escriba esta micro reflexión sobre el Bicentenario: “Fíjate en los nombres de las calles y de las plazas, en lo que veas estará la clave. No le preguntes a tu padre, pregúntale a tu ciudad”.
Entonces no le hice caso. Me pareció que el viejillo me mandaba a volar o que para quedar bien con mi padre me daba un consejo para que dejara de importunarlo con preguntas. Y es que lo habitual es que lo buscara en los bares de costumbre, empezando por el bar del Hotel Santander, que además me encantaba porque tenía fotografías de mujeres semi desnudas en las paredes. Por lo mismo, entre mi padre y los comensales se apuraban a dar respuestas equívocas a mis preguntas, con tal de que abandonara rápido el lugar, con dos monedas de 20 centavos para comprar pepitas (“semillas”) con Don Nicho & Don Torcuato family.
Porque eso hacía mi señor padre, Don Alfonso, médico de profesión y agricultor por vocación, inventarle respuestas a su sabihondo hijo, incapaz de demostrarle la menor de las ignorancias. Y así, tenía por un lado la historia según mi padre, torcida pero emocionante, y la historia según la SEP, apegada a aquellos libritos que traían a la Patria como portada. Intuía yo que ambas versiones del pasado estaban distorsionadas y por ello buscaba en otras fuentes, escasas en aquellos días sin medios globalizados de información. ¿Qué quién era Abasolo? Pues un general de la revolución, que al final hubo de traicionar a Emiliano Zapata, inventaba el doctor.
Un día mi padre me llevó a ver a Don Eugenio Verástegui, llamado a ser el cronista e historiador de la ciudad. “Ahora sí, pregunta lo que quieras”, dijo Don Alfonso ya enfrente de ese señor, un anciano de quijotesca estampa, amable y sabio. Me quedé sin habla. Don Eugenio sonrió y mi padre se quejó: “Don Eugenio, este niño se la pasa haciendo preguntas de próceres y mártires de la Patria”. El historiador se rió de buena gana y me sobó la
cabeza. “Qué bueno, doctor, porque ahora los niños ya casi no hacen preguntas, parece que lo saben todo”. ¿Qué le podía preguntar yo a esa eminencia que no hiciera quedar mal a mi señor padre? ¿Preguntarle si era cierto que el Hotel Santander se llamaba así en honor al general Santander, líder villista de Baja California, cuando en realidad era un prócer Colombiano? A falta de más preguntas, me dio un sabio consejo que da pauta a que escriba esta micro reflexión sobre el Bicentenario: “Fíjate en los nombres de las calles y de las plazas, en lo que veas estará la clave. No le preguntes a tu padre, pregúntale a tu ciudad”.
Entonces no le hice caso. Me pareció que el viejillo me mandaba a volar o que para quedar bien con mi padre me daba un consejo para que dejara de importunarlo con preguntas. Y es que lo habitual es que lo buscara en los bares de costumbre, empezando por el bar del Hotel Santander, que además me encantaba porque tenía fotografías de mujeres semi desnudas en las paredes. Por lo mismo, entre mi padre y los comensales se apuraban a dar respuestas equívocas a mis preguntas, con tal de que abandonara rápido el lugar, con dos monedas de 20 centavos para comprar pepitas (“semillas”) con Don Nicho & Don Torcuato family.
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