Todavía no ha amanecido.
El aire frío de la madrugada se cuela por las rendijas y resquicios del viejo barracón que, encontrado a un lado del camino, ha servido de acogedor refugio para pasar la noche.
Los viejos cristales desencajados de una frágil y pequeña ventana tiemblan ante el choque de ráfagas de viento que, caprichosas, no encuentran mejor lugar por el que pasar de largo.
La oscuridad del interior compite con el exterior en negrura, por lo que es fácil adivinar que el estrellado cielo que precedió a los sueños ha dado paso a nubarrones llegados al despertar.
Los pies, helados, apenas notan la calidez de un fuego reavivado de las ascuas que han sobrevivido a un ambiente gélido.
El alba, lejana, tenue, apenas perceptible, anuncia lo temprano de la hora de partida.
Camino del norte, la sombra siempre va delante.
Así fue desde el primer paso, así sigue siendo en estas tierras.
Incluso en amaneceres y atardeceres, cuando decae y parece retroceder, alargando su presencia, nunca queda atrás. Como mucho, a un lado, prolongando los pasos, marcando el ritmo alegre de la mañana, pausado del ocaso.
Sólo los días nublados privan al caminante de su compañía, que no de su esencia, pues siempre habita en recovecos y rincones sombríos.
Las briznas de hierba, salpicadas por pequeñas gotas de rocío, remarcan los bordes de un camino poco transitado. A ambos lados, repletos campos sembrados de girasoles se extienden hasta allá donde alcanza la vista, cubriendo las planicies. Y a lo lejos, apenas visibles en la distancia, pequeños grupos de labriegos trabajan la tierra, esforzándose por obtener frutos del sudor de su frente. Ardua tarea.
La jornada, gris, avanza lentamente entre brumas y neblinas, que se espesan en los repechos y se aclaran en las llanuras, mientras transcurre el camino. Los girasoles, radiantes en días soleados, parecen perdidos, mirando en todas direcciones, excepto una: aquella en la que, sabedores, no van a encontrar lo que buscan. Incluso algunos aparentan marchitos, encorvados hacia un suelo que los atrapa, y del que nunca se van a librar, condenados a pasar allí su existencia.
Cuán rápido pasa el tiempo cuando no piensas en él.
Cuán lento el viento cuando tiene algo nefasto que llevar consigo.
A la sombra de un recuerdo comienzan muchos caminos.
Caminos sin destino. Caminos sin sentido. Caminos de ida sin vuelta, de marcha sin retorno.
Y los pies, antes helados y fríos, se muestran luego entumecidos, dolidos a la par que doloridos, soltando quejidos mudos que no se escuchan. Se sienten.
Atardece.
El tiempo corre sin el menor respeto por dejarse vivir plenamente.
Parece que la próxima será una más de las noches pasadas al raso.
En el este se forman los albores de las primeras tinieblas, prestas a ocuparlo todo. Fascinante espectáculo, que escapa a ojos que no ven más allá.
Al oeste quiebra el cielo, y entre negruras opacas y nubes pasajeras asoman los postreros rayos de un sol poniente.
Y de repente, la atención de todo cuanto hay alrededor se centra en el astro rey, y aquello que parecía perdido encuentra por un instante su sentido.
Mientras, impertérrita, ajena a cuanto acontece, la voluntad sigue un rumbo marcado tiempo atrás, guiada por el frío del olvido.
Camino del norte, también brilla el sol.
El aire frío de la madrugada se cuela por las rendijas y resquicios del viejo barracón que, encontrado a un lado del camino, ha servido de acogedor refugio para pasar la noche.
Los viejos cristales desencajados de una frágil y pequeña ventana tiemblan ante el choque de ráfagas de viento que, caprichosas, no encuentran mejor lugar por el que pasar de largo.
La oscuridad del interior compite con el exterior en negrura, por lo que es fácil adivinar que el estrellado cielo que precedió a los sueños ha dado paso a nubarrones llegados al despertar.
Los pies, helados, apenas notan la calidez de un fuego reavivado de las ascuas que han sobrevivido a un ambiente gélido.
El alba, lejana, tenue, apenas perceptible, anuncia lo temprano de la hora de partida.
Camino del norte, la sombra siempre va delante.
Así fue desde el primer paso, así sigue siendo en estas tierras.
Incluso en amaneceres y atardeceres, cuando decae y parece retroceder, alargando su presencia, nunca queda atrás. Como mucho, a un lado, prolongando los pasos, marcando el ritmo alegre de la mañana, pausado del ocaso.
Sólo los días nublados privan al caminante de su compañía, que no de su esencia, pues siempre habita en recovecos y rincones sombríos.
Las briznas de hierba, salpicadas por pequeñas gotas de rocío, remarcan los bordes de un camino poco transitado. A ambos lados, repletos campos sembrados de girasoles se extienden hasta allá donde alcanza la vista, cubriendo las planicies. Y a lo lejos, apenas visibles en la distancia, pequeños grupos de labriegos trabajan la tierra, esforzándose por obtener frutos del sudor de su frente. Ardua tarea.
La jornada, gris, avanza lentamente entre brumas y neblinas, que se espesan en los repechos y se aclaran en las llanuras, mientras transcurre el camino. Los girasoles, radiantes en días soleados, parecen perdidos, mirando en todas direcciones, excepto una: aquella en la que, sabedores, no van a encontrar lo que buscan. Incluso algunos aparentan marchitos, encorvados hacia un suelo que los atrapa, y del que nunca se van a librar, condenados a pasar allí su existencia.
Cuán rápido pasa el tiempo cuando no piensas en él.
Cuán lento el viento cuando tiene algo nefasto que llevar consigo.
A la sombra de un recuerdo comienzan muchos caminos.
Caminos sin destino. Caminos sin sentido. Caminos de ida sin vuelta, de marcha sin retorno.
Y los pies, antes helados y fríos, se muestran luego entumecidos, dolidos a la par que doloridos, soltando quejidos mudos que no se escuchan. Se sienten.
Atardece.
El tiempo corre sin el menor respeto por dejarse vivir plenamente.
Parece que la próxima será una más de las noches pasadas al raso.
En el este se forman los albores de las primeras tinieblas, prestas a ocuparlo todo. Fascinante espectáculo, que escapa a ojos que no ven más allá.
Al oeste quiebra el cielo, y entre negruras opacas y nubes pasajeras asoman los postreros rayos de un sol poniente.
Y de repente, la atención de todo cuanto hay alrededor se centra en el astro rey, y aquello que parecía perdido encuentra por un instante su sentido.
Mientras, impertérrita, ajena a cuanto acontece, la voluntad sigue un rumbo marcado tiempo atrás, guiada por el frío del olvido.
Camino del norte, también brilla el sol.
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