Navegar entre la espesa neblina en la que se convierten las vivencias de la infancia.
Dejarse llevar, a lejanos mundos internos unidos por puentes del recuerdo.
Cruzarlos, y descubrir lugares olvidados.
Perderse en ellos, sin miedo, sabedores de que nada allí puede sucedernos.
Una claridad oscurecida mantiene todo en una frágil penumbra. El ambiente, calmo, parece reposar tiempos pasados.
Un árbol extraviado se vislumbra, mostrando su tenue silueta, forjada a la intemperie.
Su tronco, encorvado por el paso del tiempo, se retuerce incesante, posando en cada chasquido un quejido.
Sus ramas, quebradas, se alzan resecas, clamando sin voz.
Un frondoso haz de hojas se amontona alrededor de lo que se asemeja a una pequeña casa de árbol. Cuidada al detalle, parece salida de sueños remotos, de magia, fantasía e imaginación. A sus pies, una larga escalera se alza desde el suelo, rotos sus últimos peldaños.
Hogares como este son los que habitan esos pequeños seres que al anochecer, cuando la vista se convierte en el más inútil de los sentidos, recorren presurosos los más extraños recovecos de nuestra existencia.
Pero esta casa del árbol, al parecer, se muestra vacía, repleta de criaturas ausentes.
Y en ella, las preguntas pendientes sólo reciben como respuesta el eco del silencio.
El duende de antaño se ha ido.
Dejando la puerta entreabierta, sin despedidas, marchó.
Dejarse llevar, a lejanos mundos internos unidos por puentes del recuerdo.
Cruzarlos, y descubrir lugares olvidados.
Perderse en ellos, sin miedo, sabedores de que nada allí puede sucedernos.
Una claridad oscurecida mantiene todo en una frágil penumbra. El ambiente, calmo, parece reposar tiempos pasados.
Un árbol extraviado se vislumbra, mostrando su tenue silueta, forjada a la intemperie.
Su tronco, encorvado por el paso del tiempo, se retuerce incesante, posando en cada chasquido un quejido.
Sus ramas, quebradas, se alzan resecas, clamando sin voz.
Un frondoso haz de hojas se amontona alrededor de lo que se asemeja a una pequeña casa de árbol. Cuidada al detalle, parece salida de sueños remotos, de magia, fantasía e imaginación. A sus pies, una larga escalera se alza desde el suelo, rotos sus últimos peldaños.
Hogares como este son los que habitan esos pequeños seres que al anochecer, cuando la vista se convierte en el más inútil de los sentidos, recorren presurosos los más extraños recovecos de nuestra existencia.
Pero esta casa del árbol, al parecer, se muestra vacía, repleta de criaturas ausentes.
Y en ella, las preguntas pendientes sólo reciben como respuesta el eco del silencio.
El duende de antaño se ha ido.
Dejando la puerta entreabierta, sin despedidas, marchó.
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