Esa mañana Bartolomé Muxía paseaba con las manos cruzadas, por el borde del precipicio de la costa berroqueña y escarpada del anciano escudo. El horizonte gris brumoso presagiaba una determinación que en días claros y soleados no ofrecía ninguna duda. Sus abuelos y sus padres fueron pescadores, desde que se sostuvieron sobre sus dos piernas, para ayudar en las faenas más sencillas dentro y fuera del barco. En casa ahora mandaba mamá, era la única razón por la que Bartolomé, aún siendo adolescente no había soltado amarras. Un joven despierto, cuya fantasía se forjó, hasta límites insospechados, cuando aprendió a leer. Años atrás se conformaba con oír en las reuniones familiares, historias de sus antepasados, sobre los avatares marineros. Fueron los libros de aventuras que nadie del pueblo leía, a excepción del propio Bartolomé, en la pequeña biblioteca escolar, depositaria de esas joyas literarias, que cada vez que decidía cambiar un libro
por otro, tenía que limpiar la capa de polvo que lo recubría. Con sumo placer lo hacía, ya que ese tamo sedimentado le descubría en cada nuevo ejemplar un episodio apasionante. Gracias a ese universo multicolor, plagado de letras grandes y dibujos mágicos fue descubriendo a marineros de la talla de, Fernando de Magallanes, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Vasco de Gama, el bucanero Drake, y por supuesto a Cristóbal Colón. Mamá en contra de sus anhelos, nunca le dejó hacerse a la mar con su padre y sus hermanos mayores. La férrea autoridad
maternal, colmó al pequeño de los Muxia, con los hallazgos que nunca soñó. Noche tras noche fue explorando la caverna de los libros de aventuras, que sólo él conocía, cada vez fue encontrando más lugares a medida que hurgaba en el laberinto de las letras, descubriendo islas de las que nunca había oído hablar, la Española, Jamaica, Cuba, Trinidad, Guanahani, Margarita, El tormentoso cabo de Buena Esperanza, y otros muchos paraísos. Allí se hablaba de espesuras exuberantes ignoradas hasta el momento, con aves raras y animales.
por otro, tenía que limpiar la capa de polvo que lo recubría. Con sumo placer lo hacía, ya que ese tamo sedimentado le descubría en cada nuevo ejemplar un episodio apasionante. Gracias a ese universo multicolor, plagado de letras grandes y dibujos mágicos fue descubriendo a marineros de la talla de, Fernando de Magallanes, Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Vasco de Gama, el bucanero Drake, y por supuesto a Cristóbal Colón. Mamá en contra de sus anhelos, nunca le dejó hacerse a la mar con su padre y sus hermanos mayores. La férrea autoridad
maternal, colmó al pequeño de los Muxia, con los hallazgos que nunca soñó. Noche tras noche fue explorando la caverna de los libros de aventuras, que sólo él conocía, cada vez fue encontrando más lugares a medida que hurgaba en el laberinto de las letras, descubriendo islas de las que nunca había oído hablar, la Española, Jamaica, Cuba, Trinidad, Guanahani, Margarita, El tormentoso cabo de Buena Esperanza, y otros muchos paraísos. Allí se hablaba de espesuras exuberantes ignoradas hasta el momento, con aves raras y animales.
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