sábado, 25 de diciembre de 2010

HISTORIAS DEL DESIERTO ROJO.


Marduk estaba alejado de los de su tribu, paseando por las callejuelas de Lilitu. Sentía curiosidad por saber como era la vida en una ciudad y había pedido permiso para entrar en ella. Era una ciudad de paso, construida en un cruce de caminos para salvaguardar la ruta de las caravanas por el gran Desierto Rojo. La cuidad era un gigantesco mercado, con gentes de todos los lugares. Marduk llevaba una capa cubriendo sus símbolos, él era de la tribu de los Srun. A pesar de todo le costaba pasar desapercibido. Podía sentir el miedo que inspiraba en los demás, aunque fuese joven y uno sólo.
Pero había más, podía percibirlo. Miedo, ira, envidia contenidas a duras penas. Los Srun eran tachados de salvajes indómitos, no estaban ligados a los dioses, ni a las leyes de los humanos, ni tenían un territorio que defender. Los apodaban los “perros de presa”. Sin embargo Marduk opinaba que ellos vivían mucho más en paz con sus sentimientos, fieles a la Diosa y en paz con toda la tierra, no sólo con un trocito de ella. Era como su padre le había dicho: construían todas esas reglas para contener su animalidad, se llamaban a si mismos civilizados. Pero en realidad estaban reprimidos, no estaban en paz con su espíritu, estaban desequilibrados.
Marduk estaba ensimismado en todos estos pensamientos cuando saltó una alarma en su cerebro. Había un ugarés allí, en la ciudad. Un carnicero chupasangre durmiendo entre sus presas.
Caía la tarde y el ugarés estaba despertando. Marduk se acercó a la fuente de la señal para identificar quien era.

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