miércoles, 27 de abril de 2011

CAUTIVERIO FELIZ- NOS QUEDAMOS ACÁ.



Nos quedamos acá -dijo, observando el campo abierto que parecía desnudarse frente a ellos-. Nunca tiramos de este lado, ¿no es cierto? Dejá tus cosas cerca del bolso -agregó, mientras desenfundaba el máuser.
Dejar sus cosas, sí; pero ¿cuáles? Las que trabajosamente había traído no podían apoyarse en ninguna parte. Nunca pensó que sería el polígono de tiro el lugar que elegiría para encontrarse con él. Y ahora estaba viendo el máuser ya sostenido por el esqueleto de hierro y a su padre simulando una postura detrás del gatillo: su mano pesada y ancha resolviendo entre poses la graduación final de la mira telescópica.
Si supieras cómo te veía años atrás, Francisco. Ahora ya no le impresiona el modo en que fumás el cigarrillo, ni tu mano pesada sobre su hombro, ni mucho menos el tono de tu voz imponiéndose con elegancia sobre lo más templado de una garita de seguridad; porque esta vez no habrá ninguna mano pesada y ancha sobre su hombro ni creo que te hayan recordado los empleados del club. ¿Recordarás cómo te saludaban?
"Buenos días, señor".
Y entonces él, Francisco Martoy, desplegaba una sonrisa desde lo más alto con un ademán y un guiño de ojo que siempre lograba tranquilizarlo. Después decía:
"Vine con mi pibe".
Y su mano se hundía en el bolsillo del jean: primero le dabas el dinero para que él mismo pagara su entrada y después querías que fuera a comprarse una coca-cola. Ya no podés decir:
"Con el vuelto comprate una coca-cola, Lautaro".
Creció, descubrió tu secreto: el gran emperador tenía teorías livianas como un billete: los pibes no duran más de cinco minutos motivados por una idea. Todos los sábados de aquellos últimos dos meses fueron así. Lo que necesitabas, lo que vos realmente necesitabas, Francisco... En todo caso, no era tener unas horas sin molestias, sin pedidos recurrentes de un chico que se hastía rápido. Como una mujer, sí; las mujeres también se cansan.
-Andá -dijo, encendiendo un cigarrillo-, fijate si vas a poder tirar cómodo.
-Está bien -dijo, sin moverse.
Lo miró a los ojos; por primera vez desde que se habían encontrado lo miró a los ojos y después (uno de los dos tuvo que desviar la mirada, quizá fuiste vos), ya sentado a una pequeña mesita de madera, abrió el bolso, quitó el termo, el mate y un paquete de yerba. Cargó el mate con agua y, acercándose, dijo:
-Antes de irnos, te voy a dar mi número de teléfono.

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