La Navidad es el terror de los abetos. Se calcula que Europa mete cada año en su salón un enorme bosque 50 millones de árboles, con sus luces, sus bolas, sus lazos y sus estrellas. El hombre es un animal de tradiciones al que le gusta competir. Con el objetivo tan loable de inyectar algunos millones de euros en la economía mundial a través del consumo y de paso aparecer en los informativos, ciudades de todo el mundo erigen sus árboles como gigantescos monumentos a la Navidad.
Todos quieren tener el más grande, el más luminoso, como prueba fehaciente de que los anuncios de perfumes y las pilas de turrón en los supermercados no están equivocados. Hay árboles famosos, como el del centro Rockefeller de Nueva York, que acaba de iluminar al mundo con sus 25 metros de madera y agujas, 300.000 bombillas (tecnología LED, para no contaminar), ocho kilómetros de cables y su enorme estrella hecha con cristales de Swarovsky, como símbolo de unas navidades austeras.
Ese abeto es, probablemente, el más conocido del mundo, pero no el más grande. En Río de Janeiro han plantado uno en el agua, justo en el centro de la laguna de Rodrigo de Freitas, con 85 metros de altura y que ha conseguido, sin excesiva competencia, ser el árbol de Navidad flotante más grande del mundo. Y eso quiere decir que debe haber alguno más. También los hay extraños, como el que han plantado en Beals Island (Maine, EE UU), hecho con cientos de trampas para bogavantes, la pesca más famosa de Nueva Inglaterra.
Todos quieren tener el más grande, el más luminoso, como prueba fehaciente de que los anuncios de perfumes y las pilas de turrón en los supermercados no están equivocados. Hay árboles famosos, como el del centro Rockefeller de Nueva York, que acaba de iluminar al mundo con sus 25 metros de madera y agujas, 300.000 bombillas (tecnología LED, para no contaminar), ocho kilómetros de cables y su enorme estrella hecha con cristales de Swarovsky, como símbolo de unas navidades austeras.
Ese abeto es, probablemente, el más conocido del mundo, pero no el más grande. En Río de Janeiro han plantado uno en el agua, justo en el centro de la laguna de Rodrigo de Freitas, con 85 metros de altura y que ha conseguido, sin excesiva competencia, ser el árbol de Navidad flotante más grande del mundo. Y eso quiere decir que debe haber alguno más. También los hay extraños, como el que han plantado en Beals Island (Maine, EE UU), hecho con cientos de trampas para bogavantes, la pesca más famosa de Nueva Inglaterra.
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