lunes, 17 de enero de 2011

ANOCHE SOÑE CON EL MERCEDES BENZ


Suenan las doce en el reloj de pared colgado en la entrada de la casa, viejo recuerdo de mis abuelos, que ya no están. Su ritmo es pausado, pero se escucha desde cualquier rincón, avisando de la hora. Medianoche. Foto del Mercedes Benz que es un coche deportivo y de lujo, muy caro.

Mis padres tampoco están, se han ido a visitar a unos familiares que viven lejos. Yo me he quedado en casa, me marean los viajes. Así que estoy solo.

Es sábado, domingo ya cuando subo las empinadas escaleras hacia la que, desde pequeño, ha sido mi habitación. Fuera sigue lloviendo, y parece que la tormenta que ha empezado a formarse al atardecer nos acompañará toda la noche.

A dos peldaños del final, cuando el sonido de la última nota de las doce se desvanece, el fogonazo de un rayo entra por las ventanas, y la tenue luz de la bombilla que ilumina las escaleras se apaga al instante, quedando todo a oscuras. Casi de inmediato, el estruendo del trueno que siempre lo acompaña hace temblar los cristales. Y algo más. Instantes después, vuelve la calma, el caer de la lluvia, el rumor de la tormenta, el silencio salpicado de sonidos.

Incapaz de moverme hasta que mis sentidos vuelven a sentir, comienzo a bajar los escalones.
Las velas, imprescindibles en cualquier casa de pueblo, están en un lugar preferente: el primer cajón del mueble de la entrada, bajo el gran reloj de madera.
No me resulta difícil andar a tientas en mi casa. De más pequeño jugaba a guiarme por ella con los ojos cerrados, incluso por las noches iba a acostarme sin encender las luces. Pero desde hace un tiempo me he acostumbrado a leer antes de dormirme, así que necesito un poco de luz. Además, no hay como coger un buen libro y sumergirse en sus páginas acompañado del titilante resplandor de una vela. Es algo mágico.


Mi cuarto, una pequeña habitación amueblada con una cama, mesita y armario, es el lugar más acogedor que he conocido. Situado al lado de las escaleras, carece de ventanas al exterior y, aunque sea de día, si cierras la puerta te sumes en la oscuridad más absoluta. Casi siempre está abierta.
Dejo sobre la mesita la vela encendida que me ha guiado en la subida, y me dispongo a acostarme. Al levantar las sábanas, el movimiento de aire hace temblar la llama, que termina por apagarse, creando unos hilos de humo que puedo oler mientras se elevan lentamente.
Cojo una cerilla y la enciendo de nuevo, junto al libro abierto.
Ya tumbado, cierro por un momento los ojos antes de trasladarme a los mundos de historias escritas en papel.
A mis oídos llega el sonido de la tormenta, el silbido del viento pasando entre las casas, colándose en su interior por cada rendija. Aún así, hace calor, pues estamos en verano.

Abro los ojos. Está oscuro. Al parecer la vela se ha apagado, o consumido. Ignoro si me he quedado dormido unos segundos, o varias horas. Fuera siguen los truenos, aquí y allá. Oigo golpes en una puerta, monótonos. Los cristales de la ventana de la habitación de al lado se estremecen,
resistiéndose a quebrarse. Creo escuchar ruidos arriba, de un lado a otro de la casa, como si algo se moviese apresuradamente. Se me eriza el vello. Busco sobre la mesita la caja de cerillas, pero no recuerdo si la he dejado allí. Al incorporarme, me doy cuenta de que la sábana con la que me había arropado apenas me cubre los pies. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Nervioso, cojo la sábana y de un tirón me tapo por completo, hasta la cabeza. Suena una sola nota en el reloj de la entrada. Imposible saber qué hora es. Cierro los ojos, y me abrazo a la almohada, fuerte. Los ruidos y sonidos extraños se multiplican, jugando a asustarme. Y lo consiguen.

Cuando vuelvo a abrirlos, adormecido, la claridad de la mañana se cuela ya en mi habitación a través de la puerta, entreabierta.
Prefiero no recordar que, cuando estoy solo, siempre la cierro a conciencia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario