domingo, 30 de enero de 2011

¡ QUE NO ESTÉ GUAPA!.


El hombre parece un comprador exigente. No es uno de esos señores dóciles que se quedan con lo primero que se les ofrece: él estudia el género y porfía con los tenderos, porque no es lo mismo un burka que otro. Dado que todas las prendas expuestas en el comercio parecen compartir color, tejido y hechuras, suponemos que lo más importante es la talla, no vaya a ser que se lo ponga su mujer y le quede ajustado, revelador, un poco sinuoso en la cadera o con indebidas turgencias en el pecho. Quizá también le inquiete el espesor de la celosía que ocultará los ojos de la esposa, esa mirada a la que adquirió derecho exclusivo cuando se casó con ella.
Estamos en Herat, al noroeste de Afganistán, justo en la provincia donde se encuentran los soldados españoles. La obligación de llevar burka fue uno de los símbolos del régimen talibán, pero, diez años después de su caída, las calles siguen llenas de sombras azules, ondeantes fantasmas de los que brotan manos y pies humanos: al fin y al cabo, las extremidades son necesarias para que las mujeres sigan haciendo sus tareas, aunque sea con la visión limitada por sus anteojeras de tela. En el Afganistán de hoy, los comercios siguen recibiendo a hombres como el de la foto, preocupado por acertar con las medidas al comprar una funda nueva para su esposa.

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