Te me ofreces abierta
de corazón, desnuda
de oropeles y de disfraces.
Con palabras explícitas,
que trascienden la mera
formalidad hospitalaria,
me propones la orilla
del mar, como principio
de un pausado conocimiento.
Principio que deriba
hacia una noche espléndida
con un murmullo de olas
que nos envuelve y acaricia,
unas cuantas estrellas
que derraman su luz en nuestros rostros,
unas manos nerviosas
que se conmueven con el roce
liviano de la piel y del deseo,
y un temblor contenido
que anuncia interminables terremotos
para el tiempo de la celebración
gozosa de la carne.
La cual ocurrirá en la madrugada, del día destinado, a la contemplación, mientras la luz se deposita sobre un amanecer de acantilados.
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