Tengo miedo.
El monstruo de antaño ha vuelto. Lo noto. Lo siento, presente.
Es tarde. La víspera ha marchado. La noche ha llegado, puntual a su cita. Se acerca la hora.
La cama, maldita por motivos varios que no comentaré, espera que me aposente, plácida, acogedora. Antes, sigo mi ya habitual ritual previo a acostarme. Primero, arropo bien la cama en su parte inferior, asegurando de este modo que mis pies no queden al descubierto en mitad de la noche. Luego, me agacho y miro debajo, levantando tembloroso, lentamente, de uno de sus lados las sábanas y ropajes que la cubren, y cuelgan de ella. La tenue luz que desprende la lamparilla de la mesita espanta las sombras que allí se esconden, huyendo presurosas. Nada. Hoy tampoco parece haber nada ahí, bajo la cama, esperando a que me duerma para salir. Pero eso no me tranquiliza. En absoluto.
Mayor es el sobresalto cuanto más inesperado.
Me introduzco en el protector y cálido recoveco de mantas, y me tapo hasta la cabeza, dejando una rendija para respirar, y apagando en un rápido movimiento del brazo la luz que me unía a este mundo. Me estremezco sólo de pensar que algo puede cogerlo por la muñeca, o tan sólo rozarlo, antes de que sea capaz de esconderlo en mi guarida nocturna. Nada ocurre.
Luego, tinieblas. Infinidad de pensamientos atacan mi mente, a cual más temeroso. Escalofríos.
Cierro los ojos. Ruidos. Crujidos y pasos imaginarios. O no. Desasosiego.
Al final el sueño me vence, y viajo a sus infinitos mundos.
En algún momento, perdido en el atemporal estado de mi letargo, algo me hace volver. A lo lejos parece que suena alguna hora. Mierda. Estoy despierto. Inconscientemente, cuento los toques del reloj. Son las cuatro. Las pesadas capas de ropajes han retrocedido hasta mi cintura, dejándome medio cuerpo destapado. Habré estado agitándome en sueños.
Hace frío. Palpo las mantas para arroparme, lentamente, mientras intento no salir del sopor que me ayudará a volver a dormirme. Al moverme, escucho una respiración. Mierda. Mierda. Mierda. Y noto una presencia. Demasiado cerca.
El pánico hace que abra los ojos, desorbitados. Está ahí. Quedo paralizado.
A los pies de la cama, la silueta de una sombra visible por la leve claridad que se cuela por los resquicios de la ventana cerrada, me llena de pavor. Intuyo unos cuernos, negros como el azabache, más oscuros que la propia negrura. Veo una mirada brillante clavada en mí. Su sonrisa malévola. Sus colmillos amarillentos. Las afiladas uñas mugrientas en las que terminan sus largos dedos. El pelo canoso, atestiguando una malvada sabiduría.
Ignoro cuánto tiempo lleva ahí, observándome. No puedo gritar. Horror.
Un intento apenas perceptible de cerrar mis ojos, y la presencia se ha movido. Fugaz, rápida como las sombras, de las que forma parte. Ahora está junto a la cabecera de mi cama, a la derecha. A mi derecha. Más cerca si cabe. Dios.
Por mi mente transitan veloces miles de órdenes, incapaces de llegar a destino alguno. Si pudiera encender una luz?
Casi al instante, la familiar claridad de la conocida lamparilla ilumina la estancia. Mi respiración se detiene. Mi corazón da un vuelco. El ser sigue ahí. Y ahora puedo verlo claramente. Terror.
El ente disfruta viéndome sufrir. Sus ojos henchidos en sangre me observan sin parpadeo alguno. Ha sido él quien ha encendido la luz, burlándose de mis pensamientos. Los verdaderos monstruos no desaparecen por un poco de claridad, como quise creer. Como deseé que fuera.
Creo que pierdo el sentido? ya era hora. Mi mente se desvanece con su grotesca imagen impresa en la retina.
Algo me dice que hoy tocan pesadillas.
Parece innato el miedo a ciertas criaturas inexistentes, que habitan en lo más profundo de las creencias, y vagan en el subconsciente de las gentes. Irracional el temor a la pérdida, el olvido, la soledad o la desdicha, que llegarán sin remedio alguno. Parece un sinsentido tener miedo a lo inevitable. ¿Acaso un ciego teme a la oscuridad?
Despierto sobresaltado. De inmediato enciendo la luz y miro alrededor, jadeante. Tranquilo. No era necesario. Es ya de día, y la claridad se cuela a borbotones en la habitación. Me duele todo. Tengo la sensación de haber dormido fatal. Siento los pies fríos. Los veo, tras la montaña de ropajes, al descubierto. Y una sensación de desazón me recorre el cuerpo.
Quizá sea una suerte no recordar todos los sueños.
Me levanto cansado, sonámbulo de la vida. Del ayer casi sólo recuerdo unas buenas noches no deseadas. Evito mirar bajo la cama cada mañana, por si acaso.
Por si acaso la realidad me recuerda que todavía sigo teniendo miedo.
El monstruo de antaño ha vuelto. Lo noto. Lo siento, presente.
Es tarde. La víspera ha marchado. La noche ha llegado, puntual a su cita. Se acerca la hora.
La cama, maldita por motivos varios que no comentaré, espera que me aposente, plácida, acogedora. Antes, sigo mi ya habitual ritual previo a acostarme. Primero, arropo bien la cama en su parte inferior, asegurando de este modo que mis pies no queden al descubierto en mitad de la noche. Luego, me agacho y miro debajo, levantando tembloroso, lentamente, de uno de sus lados las sábanas y ropajes que la cubren, y cuelgan de ella. La tenue luz que desprende la lamparilla de la mesita espanta las sombras que allí se esconden, huyendo presurosas. Nada. Hoy tampoco parece haber nada ahí, bajo la cama, esperando a que me duerma para salir. Pero eso no me tranquiliza. En absoluto.
Mayor es el sobresalto cuanto más inesperado.
Me introduzco en el protector y cálido recoveco de mantas, y me tapo hasta la cabeza, dejando una rendija para respirar, y apagando en un rápido movimiento del brazo la luz que me unía a este mundo. Me estremezco sólo de pensar que algo puede cogerlo por la muñeca, o tan sólo rozarlo, antes de que sea capaz de esconderlo en mi guarida nocturna. Nada ocurre.
Luego, tinieblas. Infinidad de pensamientos atacan mi mente, a cual más temeroso. Escalofríos.
Cierro los ojos. Ruidos. Crujidos y pasos imaginarios. O no. Desasosiego.
Al final el sueño me vence, y viajo a sus infinitos mundos.
En algún momento, perdido en el atemporal estado de mi letargo, algo me hace volver. A lo lejos parece que suena alguna hora. Mierda. Estoy despierto. Inconscientemente, cuento los toques del reloj. Son las cuatro. Las pesadas capas de ropajes han retrocedido hasta mi cintura, dejándome medio cuerpo destapado. Habré estado agitándome en sueños.
Hace frío. Palpo las mantas para arroparme, lentamente, mientras intento no salir del sopor que me ayudará a volver a dormirme. Al moverme, escucho una respiración. Mierda. Mierda. Mierda. Y noto una presencia. Demasiado cerca.
El pánico hace que abra los ojos, desorbitados. Está ahí. Quedo paralizado.
A los pies de la cama, la silueta de una sombra visible por la leve claridad que se cuela por los resquicios de la ventana cerrada, me llena de pavor. Intuyo unos cuernos, negros como el azabache, más oscuros que la propia negrura. Veo una mirada brillante clavada en mí. Su sonrisa malévola. Sus colmillos amarillentos. Las afiladas uñas mugrientas en las que terminan sus largos dedos. El pelo canoso, atestiguando una malvada sabiduría.
Ignoro cuánto tiempo lleva ahí, observándome. No puedo gritar. Horror.
Un intento apenas perceptible de cerrar mis ojos, y la presencia se ha movido. Fugaz, rápida como las sombras, de las que forma parte. Ahora está junto a la cabecera de mi cama, a la derecha. A mi derecha. Más cerca si cabe. Dios.
Por mi mente transitan veloces miles de órdenes, incapaces de llegar a destino alguno. Si pudiera encender una luz?
Casi al instante, la familiar claridad de la conocida lamparilla ilumina la estancia. Mi respiración se detiene. Mi corazón da un vuelco. El ser sigue ahí. Y ahora puedo verlo claramente. Terror.
El ente disfruta viéndome sufrir. Sus ojos henchidos en sangre me observan sin parpadeo alguno. Ha sido él quien ha encendido la luz, burlándose de mis pensamientos. Los verdaderos monstruos no desaparecen por un poco de claridad, como quise creer. Como deseé que fuera.
Creo que pierdo el sentido? ya era hora. Mi mente se desvanece con su grotesca imagen impresa en la retina.
Algo me dice que hoy tocan pesadillas.
Parece innato el miedo a ciertas criaturas inexistentes, que habitan en lo más profundo de las creencias, y vagan en el subconsciente de las gentes. Irracional el temor a la pérdida, el olvido, la soledad o la desdicha, que llegarán sin remedio alguno. Parece un sinsentido tener miedo a lo inevitable. ¿Acaso un ciego teme a la oscuridad?
Despierto sobresaltado. De inmediato enciendo la luz y miro alrededor, jadeante. Tranquilo. No era necesario. Es ya de día, y la claridad se cuela a borbotones en la habitación. Me duele todo. Tengo la sensación de haber dormido fatal. Siento los pies fríos. Los veo, tras la montaña de ropajes, al descubierto. Y una sensación de desazón me recorre el cuerpo.
Quizá sea una suerte no recordar todos los sueños.
Me levanto cansado, sonámbulo de la vida. Del ayer casi sólo recuerdo unas buenas noches no deseadas. Evito mirar bajo la cama cada mañana, por si acaso.
Por si acaso la realidad me recuerda que todavía sigo teniendo miedo.
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