sábado, 15 de enero de 2011

COLUMPIO.


Siempre estuvo ahí.

Desde que la conciencia me legó recuerdos, el árbol del parque sostenía de una de sus ramas las cuerdas que, junto con una simple tabla de madera, formaban ese instrumento de juegos y diversión que todos ansiábamos.
En las tardes de niñez salíamos corriendo de casa, bocadillo en mano y chaqueta a medio poner, con la esperanza de que estuviese vacío para ser los primeros en montar en él, y creer que podíamos casi volar, subiendo y bajando, cada vez más rápido.
La luna, a menudo enorme, grandiosa, como queriendo simular más cercana, parecía mecerse acompañándonos, y soñábamos con poder alcanzarla cuando, tras el último impulso, subíamos a lo más alto.
Pero, juguetona, siempre se nos escapaba.
Incontables golpes contra el pedregoso suelo, moratones, algún que otro lloro, que inevitablemente significaban dejar de lado el columpio por un tiempo. Quizá un rato. O un día. Dos como mucho.
Pues tras cada caída, levantarse era ineludible. Volver a montar, por mucho que escociesen las heridas, irresistible. Pasarlo bien en nuestro pequeño mundo, imprescindible.

Un atardecer de invierno, frío y quejumbroso, de calles vacías y esquinas sombrías, presagiaba un parque desierto.
Un viento venido de lejos movía las ramas de los árboles del camino que, allá en lo alto, bailaban al son de una melodía inaudible.
Y con ellas, a lo lejos, el columpio se mecía al mismo ritmo, pero distinto compás.
Sobre él, una sombra se columpiaba mientras cantaba en voz baja una canción de cuna, alegre en sus recuerdos, triste y melancólica en su tono.
Aguzando el oído, el viento trajo la voz de una muchacha, murmullos que fueron palabras.
Y con el fondo de un cielo estrellado en penumbra, una luna más llena de lo habitual se dejaba rozar por sus pies, mientras el velo de oscuridad se balanceaba ayudado por cada soplo de aire.

Cuando, todavía en el camino al parque, el chasquido de una rama rota cayendo distrajo mi atención, al volver a dirigir la mirada al columpio, éste se mecía vacío, cada vez más lento, con las únicas sombras de la apremiante noche acompañándolo.
Apenas pasó un instante para, confuso, regresar corriendo a casa. Y esa noche soñé, mientras los susurros de una nana, venidos de lejos, muy lejos, chocaban con los cristales de la ventana. Y soñé. Soñé con una mirada, con una voz apagada, de palabras cercanas.

Al día siguiente el viento cesó.
El parque se llenó con los de siempre, pero lo encontraba falto, de algo, de alguien. Y al siguiente, y al otro. Poco después, mis padres me dijeron que nos mudábamos.
Aquello sí que fueron lágrimas.


El día en que el viento volvió, lo hizo solo. Se entretuvo un tiempo meciendo fantasías de un niño, que nunca fueron.
Puede que aquella sombra que un atardecer vi, sola, no fuese otra cosa que la niñez, sabedora del cercano fin, despidiéndose del lugar, de los momentos. Disfrutando de lo que no retorna.
Aun así, en ocasiones, parece que al menor soplo de aire fresco sigue balanceándose, columpiando en sus recuerdos un vacío repleto de nostalgias, una nada prendada de añoranzas, una ausencia colmada de fragancias, de pérdida y olvido.

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