TÍTULO: El crujido del hielo. 2 parte del texto anterior.
Las posibilidades de hacer cumbre se reducen con la llegada del verano. El calentamiento global está haciendo retroceder el glaciar a marchas forzadas, hasta el punto de que la ladera sur que mira al pequeño pueblo pesquero de Arnarstapi, luce un aspecto gris pardo y torturado, fruto de las cicatrices que el hielo ha dibujado en sus escarpadas paredes a lo largo de los siglos. En los meses cálidos, la línea de hielo se encoge y pierde consistencia, las grietas se hacen más profundas y esconden simas donde una caída tiene muchas posibilidades de ser mortal. «No nos hacemos responsables», recuerdan en los hoteles en cuanto ven una mochila. En esas condiciones, los crampones y los pies de foca dejan de ser garantía de nada y las agencias que organizan excursiones desde Olafsvik, Arnarstapi o la trocha de Modulaekur, ya sea a pie o en moto de nieve, echan la persiana. Los 4x4 llegan hasta la línea de hielo y el viajero tiene entonces la sensación de quedarse con la miel en los labios, si bien el crujido amenazante del hielo y los arroyos que serpentean por todas partes, le convencen de que hace lo correcto.
Abajo, en el llano, las soledades de la montaña dan paso a pueblos de pescadores como Hellisandur, Hellnar o Budir, donde se suceden yacimientos anteriores al desembarco de los vikingos, cuevas con runas grabadas en las paredes o acantilados invadidos de gaviotas, frailecillos y charranes, que se lanzan en picado sobre los intrusos que tratan de ganar la línea de costa pertrechados con cámaras de fotos y cestas de picnic. Allí, separados de Groenlandia por un brazo de mar de poco más de 200 kilómetros, comparten escenario una base militar de Estados Unidos, reminiscencia de la Guerra Fría, y la poza en la que se sumerge el dios Bardur cuando desciende del Snaefells tras aplacar su ira.
También allí se encuentra el Chotel Budir, según la guía Trotamundos, «el mejor hotel de Islandia». Atrincherada tras el mostrador de recepción, Gunnhildur, de un rubio casi albino y embutida en un vestido negro tan alegre como una película de Bergman, recita lo que todos los excursionistas quieren oír: «Cada año nos visitan miles de fans de Julio Verne. Hacer cumbre lleva dos horas y media desde la línea de hielo, treinta minutos si se desplazan en moto de nieve. He subido varias veces -dice, mientras cruza las manos sobre el delantal- y les aseguro que la vista es sensacional». Con un gesto del brazo invita a todos a girarse mientras añade: «El cráter se encuentra entre los dos picos más grandes, pero atención, deben quedarse a la derecha del más agudo de ellos, porque de lo contrario, el hielo puede romperse y ustedes. ¡acabar en el centro de la Tierra!», estalla en una carcajada a la que su auditorio no tarda en sumarse.
Las posibilidades de hacer cumbre se reducen con la llegada del verano. El calentamiento global está haciendo retroceder el glaciar a marchas forzadas, hasta el punto de que la ladera sur que mira al pequeño pueblo pesquero de Arnarstapi, luce un aspecto gris pardo y torturado, fruto de las cicatrices que el hielo ha dibujado en sus escarpadas paredes a lo largo de los siglos. En los meses cálidos, la línea de hielo se encoge y pierde consistencia, las grietas se hacen más profundas y esconden simas donde una caída tiene muchas posibilidades de ser mortal. «No nos hacemos responsables», recuerdan en los hoteles en cuanto ven una mochila. En esas condiciones, los crampones y los pies de foca dejan de ser garantía de nada y las agencias que organizan excursiones desde Olafsvik, Arnarstapi o la trocha de Modulaekur, ya sea a pie o en moto de nieve, echan la persiana. Los 4x4 llegan hasta la línea de hielo y el viajero tiene entonces la sensación de quedarse con la miel en los labios, si bien el crujido amenazante del hielo y los arroyos que serpentean por todas partes, le convencen de que hace lo correcto.
Abajo, en el llano, las soledades de la montaña dan paso a pueblos de pescadores como Hellisandur, Hellnar o Budir, donde se suceden yacimientos anteriores al desembarco de los vikingos, cuevas con runas grabadas en las paredes o acantilados invadidos de gaviotas, frailecillos y charranes, que se lanzan en picado sobre los intrusos que tratan de ganar la línea de costa pertrechados con cámaras de fotos y cestas de picnic. Allí, separados de Groenlandia por un brazo de mar de poco más de 200 kilómetros, comparten escenario una base militar de Estados Unidos, reminiscencia de la Guerra Fría, y la poza en la que se sumerge el dios Bardur cuando desciende del Snaefells tras aplacar su ira.
También allí se encuentra el Chotel Budir, según la guía Trotamundos, «el mejor hotel de Islandia». Atrincherada tras el mostrador de recepción, Gunnhildur, de un rubio casi albino y embutida en un vestido negro tan alegre como una película de Bergman, recita lo que todos los excursionistas quieren oír: «Cada año nos visitan miles de fans de Julio Verne. Hacer cumbre lleva dos horas y media desde la línea de hielo, treinta minutos si se desplazan en moto de nieve. He subido varias veces -dice, mientras cruza las manos sobre el delantal- y les aseguro que la vista es sensacional». Con un gesto del brazo invita a todos a girarse mientras añade: «El cráter se encuentra entre los dos picos más grandes, pero atención, deben quedarse a la derecha del más agudo de ellos, porque de lo contrario, el hielo puede romperse y ustedes. ¡acabar en el centro de la Tierra!», estalla en una carcajada a la que su auditorio no tarda en sumarse.
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