Millones de toneladas de hielo taponan el cráter del Snaefells, aunque parece que no por mucho tiempo. El calentamiento global y el retroceso del glaciar amenazan con dejar al descubierto la que, según Julio Verne, es la puerta de entrada al centro de la Tierra. La montaña domina el extremo de una península afilada que se hunde más de cien kilómetros en las gélidas aguas del Atlántico norte, rozando el círculo polar ártico. El paisaje es un milagro. Islandia se encarama sobre la dorsal oceánica y cada palmo de terreno es testigo mudo del cataclismo que en épocas pasadas forjó el brutal abrazo entre las placas tectónicas de América y Euroasia, dos continentes apenas separados en algunos puntos por el largo que suman los brazos extendidos de un hombre. Un mundo cuajado de glaciares sobrecogedores, de impetuosas cascadas, de volcanes que cada cierto tiempo hacen temblar las primeras páginas de los periódicos de todo el mundo. También la última escala para manadas de ballenas de un viaje que comenzó meses atrás en alguna bahía perdida del Caribe.
Hasta allí acuden todos los años miles de personas ansiosas por hollar la cumbre bajo la que, se supone, se extiende el fantástico pasadizo por el que se deslizaban el profesor Otto Lidenbrock, su sobrino Axel y el rústico Hans, entre chimeneas de lava, coladas volcánicas y un océano de magma. Claro que la realidad no tarda en poner las cosas en su sitio y quienes buscan la puerta del infierno, descubren en su lugar un mar de hielo. El glaciar cubre un tercio de la montaña, haciendo imposible cualquier intento de descolgarse por «el cráter del Snaefellsjökull, que la sombra del Scartis acaricia antes de las calendas de julio», y que el «audaz viajero» debe seguir para, según el relato de Julio Verne, «llegar hasta el centro de la Tierra». Un desliz en boca del visionario escritor, capaz de vaticinar la llegada del hombre a la Luna, la aviación comercial o los viajes submarinos, pero a quien su servicio de documentación -nunca pisó Islandia- le jugó una mala pasada.
El novelista francés no contó con que los rigores del clima, la altitud del volcán y la latitud se confabulasen para cubrir la cumbre del volcán con un casquete de hielo que invalida la premisa argumental de su fantástico viaje. La revelación, sin embargo, no parece desanimar a nadie. Más de un siglo después de que Verne escribiera su segunda novela, el lugar se ha convertido en una especie de santuario hasta el que peregrinan montañeros, amantes de la literatura y los herederos de la cultura New Age, que, imbuidos de un espíritu esotérico, atribuyen a esta cumbre de apenas 1.446 metros poderes energéticos fabulosos. El volcán, dormido desde el siglo XIII, está coronado por tres picos, fruto de la violencia cataclísmica que desató una erupción en tiempos antediluvianos.
Hasta allí acuden todos los años miles de personas ansiosas por hollar la cumbre bajo la que, se supone, se extiende el fantástico pasadizo por el que se deslizaban el profesor Otto Lidenbrock, su sobrino Axel y el rústico Hans, entre chimeneas de lava, coladas volcánicas y un océano de magma. Claro que la realidad no tarda en poner las cosas en su sitio y quienes buscan la puerta del infierno, descubren en su lugar un mar de hielo. El glaciar cubre un tercio de la montaña, haciendo imposible cualquier intento de descolgarse por «el cráter del Snaefellsjökull, que la sombra del Scartis acaricia antes de las calendas de julio», y que el «audaz viajero» debe seguir para, según el relato de Julio Verne, «llegar hasta el centro de la Tierra». Un desliz en boca del visionario escritor, capaz de vaticinar la llegada del hombre a la Luna, la aviación comercial o los viajes submarinos, pero a quien su servicio de documentación -nunca pisó Islandia- le jugó una mala pasada.
El novelista francés no contó con que los rigores del clima, la altitud del volcán y la latitud se confabulasen para cubrir la cumbre del volcán con un casquete de hielo que invalida la premisa argumental de su fantástico viaje. La revelación, sin embargo, no parece desanimar a nadie. Más de un siglo después de que Verne escribiera su segunda novela, el lugar se ha convertido en una especie de santuario hasta el que peregrinan montañeros, amantes de la literatura y los herederos de la cultura New Age, que, imbuidos de un espíritu esotérico, atribuyen a esta cumbre de apenas 1.446 metros poderes energéticos fabulosos. El volcán, dormido desde el siglo XIII, está coronado por tres picos, fruto de la violencia cataclísmica que desató una erupción en tiempos antediluvianos.
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