Hans Christian Andersen narra la historia de un sabio filántrópico que pierde su identidad a favor de su sombra. El suyo es el relato de la disociación y la pérdida de lo que en principio formaba una sola identidad. Si partimos de la base de que la identidad del todo no niega la de las partes que lo componen, sino que las reafirma y les da sentido, nos encontramos con un sentido contextual y jerárquico de la identidad. La jerarquía del todo y la parte, del señor y del siervo, es la que se ve transmutada a lo largo del relato. Como todo aspira a la misma jerarquía identitaria, ésta sólo es posible en el conflicto por enseñorearse sobre los elementos constitutivos e imponerles la definición de la propia fuerza interna. Aunque, he aquí la paradoja que tan bien supo ver Hegel: el absurdo de basar la identidad en el logro del reconocimiento por parte del esclavo (del ser anulado, rebajado hasta la insignificancia –un reconocimiento vacío). Amamos a quien nos eleva, pero ya no nos vale si se ha rebajado a querernos. Recuerden aquella famosa cita de Groucho Marx: jamás aceptaría pertenecer a un club que me admitiera como socio. Al principio del relato se nos cuenta que un sabio decide cambiar de aires en busca de un clima más benévolo, al tiempo que en pos de la luz. En el país del sol la luz es, sin embargo, demasiado intensa. El sabio, acostumbrado como está al claroscuro, no la soporta. La luz cenital hace que incluso su propia sombra disminuya. Paradójicamente, en el país de la luz, en el que son extranjeros, el sabio y su sombra tienen que vivir de noche. Ambos necesitan, sin embargo, la luz,.
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