La lluvia ha llegado poco después del gran incendio, cuando todo estaba ya consumido, acompañando el llanto de quienes han perdido tanto.
De hecho, todos.
Comenzaban en esta época a caer las primeras hojas, formando un manto uniforme sobre el que andar se convertía en un placer, y el rumor del viento en música para el camino, cuando, súbito e implacable, ha aparecido, arrasando y convirtiendo en nada todo un mundo.
No me gustan los veranos. Las noches son más cortas. Las sonrisas más falsas. Hace calor. Los árboles se queman.
Muchos, desolados, han jurado sin juicio. Otros, enmudecidos, lucharán por recuperar.
El chaparrón para enseguida, apenas instantes después de empezar. Las nubes pasan de largo tan rápido como llegaron, abandonando un paraje abandonado, desierto. Y entre ellas, la luna se deja ver al fin, en plenitud. Incluso parece triste, allá arriba, tan sola.
Mientras, lloran los bosques.
El suelo, ennegrecido por las cenizas mojadas, no invita a recorrer el camino de cada noche. Aún así, no quiero perder mi costumbre. Paseos para recordar, como antes los hubo para olvidar.
Intento visualizar en la oscuridad del ambiente lo magnífico y mágico del lugar tan sólo unos días atrás. Sólo avanzo unos pasos. Mis ojos son incapaces de evitar que las lágrimas broten al observar tal desolación bajo un manto de estrellas cuyo cielo azabache se confunde con el paisaje carbonizado.
A mi mente vienen palabras: "No estés triste. Busca alguien con quien
hablar aunque te encuentres sin habla, y que el encanto de un lugar, o un momento, lo otorguen aquellos con quienes lo compartes...".
De la cabaña llegan voces de buenas noches, y luces que se apagan. Mañana será un día de trabajo duro, pero gratificante, entre amigos.
Mientras desando mis pasos, agacho la cabeza y, con ella, la mirada.
En tierra, ante mí, unas gotas posadas sobre una hoja seca algo chamuscada, pero que se ha librado del fuego, reflejan luz de luna.
Admiro a quienes son capaces de apreciar la belleza en medio de la fatalidad.
De hecho, todos.
Comenzaban en esta época a caer las primeras hojas, formando un manto uniforme sobre el que andar se convertía en un placer, y el rumor del viento en música para el camino, cuando, súbito e implacable, ha aparecido, arrasando y convirtiendo en nada todo un mundo.
No me gustan los veranos. Las noches son más cortas. Las sonrisas más falsas. Hace calor. Los árboles se queman.
Muchos, desolados, han jurado sin juicio. Otros, enmudecidos, lucharán por recuperar.
El chaparrón para enseguida, apenas instantes después de empezar. Las nubes pasan de largo tan rápido como llegaron, abandonando un paraje abandonado, desierto. Y entre ellas, la luna se deja ver al fin, en plenitud. Incluso parece triste, allá arriba, tan sola.
Mientras, lloran los bosques.
El suelo, ennegrecido por las cenizas mojadas, no invita a recorrer el camino de cada noche. Aún así, no quiero perder mi costumbre. Paseos para recordar, como antes los hubo para olvidar.
Intento visualizar en la oscuridad del ambiente lo magnífico y mágico del lugar tan sólo unos días atrás. Sólo avanzo unos pasos. Mis ojos son incapaces de evitar que las lágrimas broten al observar tal desolación bajo un manto de estrellas cuyo cielo azabache se confunde con el paisaje carbonizado.
A mi mente vienen palabras: "No estés triste. Busca alguien con quien
hablar aunque te encuentres sin habla, y que el encanto de un lugar, o un momento, lo otorguen aquellos con quienes lo compartes...".
De la cabaña llegan voces de buenas noches, y luces que se apagan. Mañana será un día de trabajo duro, pero gratificante, entre amigos.
Mientras desando mis pasos, agacho la cabeza y, con ella, la mirada.
En tierra, ante mí, unas gotas posadas sobre una hoja seca algo chamuscada, pero que se ha librado del fuego, reflejan luz de luna.
Admiro a quienes son capaces de apreciar la belleza en medio de la fatalidad.
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